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Estudiante de Periodismo, en su último año. Actualmente editor de Disorder.cl Ex colaborador de Cooperativa.cl, ex periodista de CtrlZ.cl y ex colaborador en el Diario La Hora. Participé en las ediciones especiales del diario "La Tercera": Anuario 2010 y 60 años.

viernes, 30 de noviembre de 2007

Los Fusileros

"Los Fusileros", escrito por el periodista chileno Juan Cristóbal Peña, cuenta la vida de los frentistas que en 1986, intentaron asesinar a Pinochet tendiéndole una emboscada en el Cajón del Maipo, a las afueras de Santiago.

Se han escrito muchos libros sobre este atentado. Entonces, ¿cuál es su particularidad? Que reconstruye las historias en torno a estos 21 guerrilleros y las posteriores consecuencias de su fallido accionar. Con una atrapante narrativa periodística, Peña logra darle forma a un relato que no deja lugar a especulaciones. Cada dato aporta toques de vericidad, de realismo. Se nota que la gran investigación que realizó el autor no fue en vano.

El libro es una excelente opción para los que gustan del buen periodismo investigativo. A continuación, el primer capítulo del libro. Uno de los pocos que pueden ser publicados. Si quieren más, compren el original. Vale la pena.


Capítulo UNO

Esa mañana de miércoles, apenas asomó la nariz fuera de la casa, Oscar sintió algo extraño. Una quietud, un desasosiego inhabitual para una hora en que la gente apura el paso al trabajo o a la escuela. Percibió algo que pudo tener fundamentos reales o bien ser un presentimiento, esas cosas que no se explican hasta que ocurren, pero el hecho es que sospechó y no hizo nada. Más bien nada que llamara la atención. Lo peor que se puede hacer en su caso cuando se está en situaciones como ésas es titubear, demorar una decisión, echar pie atrás. Aunque tampoco era mucho lo que podía hacer más que lo que hizo. Ya tenía los pies en la calle cuando atinó a decirle al que tenía a su lado:

-Chico, mejor ándate tú primero, yo me voy detracito, por si acaso.

Oscar, que también es chico, tanto como el otro, esperó a que Pedro le sacara una ventaja de nueve, doce metros, y cuando creyó que ya estaba a una distancia razonablemente casual como para no despertar sospechas, despejando cualquier posibilidad de que alguien llegara a pensar que andaban juntos, cerró la puerta de la casa y se echó a andar detrás del otro.

Era cerca de las ocho y cuarto de la mañana cuando comenzaron a marchar por Rengifo, un callejón de la comuna de Recoleta que nace al pie del Parque Cerro Blanco, en ese entonces un peladero de tierra, piedras y maleza; bordea los patios traseros del Hospital Psiquiátrico y no termina de progresar cuando choca con calle Olivos, que conecta las avenidas Recoleta y La Paz. Rengifo son dos cuadras imperfectas y a mal traer del Santiago antiguo, vecino del Cementerio General, la morgue y de una alta concentración de funerarias; un barrio en sostenida agonía, hoy y entonces, donde los muertos suman muchos más que los vivos.

Por ese callejón, y probablemente sorteando esos mismos hoyos que hoy se ven ahí, iban Oscar y Pedro antes de girar al oriente por Olivos y enfilar hacia el paradero de Recoleta. De lejos no era fácil saber quién era quién. Ambos, ya está dicho, eran pequeños, pequeños y delgados como jinetes de la hípica, y cada uno cargaba un bolso deportivo. El de Pedro, eso sí, era muchísimo más pesado que el del otro.

Criado en la población La Pincoya, al norte de la capital, Jorge Mario Angulo González, el verdadero nombre de Pedro, era gásfiter profesional. Había aprendido la especialidad en la Escuela Industrial Nº 6 de Conchalí y hasta hace poco se ganaba la vida en eso. Aunque en el último tiempo estaba alejado del oficio, ocupado en asuntos que juzgaba más urgentes, cada tanto conseguía uno que otro trabajo.

Justamente esa mañana, después del trote matinal programado en el Parque O’Higgins de Santiago al que nunca llegaría, estaba comprometido para un trabajo de plomería al que tampoco llegaría. Es más, ni siquiera llegaría a la otra esquina.

Fue una acción fugaz, intempestiva. Un segundo iba caminando tranquilamente por la vereda y al otro salía de foco. Como si hubiese sido succionado por una fuerza centrífuga, Pedro fue tomado por un par de brazos e introducido de súbito a un garaje de calle Olivos. No hubo gritos ni forcejeos, y Oscar, que iba detrás, no pudo más que hacerse el desentendido y seguir caminando, al mismo tranco, por la misma vereda, como si nunca hubiese visto lo que vio. Al pasar por el lugar donde se suponía que Jorge había desaparecido, una oscura entrada de garaje, no se atrevió ni a mirar de reojo. El depredador que había esperado pacientemente hasta dar caza podía no haberse fijado en la presa que iba detrás. Era una posibilidad, y sin tiempo para darle vueltas al asunto, decidió jugársela y alcanzar la esquina.

No sólo pasó ese garaje, sino que pudo avanzar varios metros, alcanzar Recoleta y encaminarse al paradero de micros. Tuvo tiempo para botar aire y pensar qué hacer, si dirigirse directamente al Parque O’Higgins y alertar a los otros de las novedades o chequear si era seguido. Tal vez las dos cosas. Estaba en eso, si sí o si no, cuando detrás de un quiosco dos hombres le cayeron encima. Decir grandes es poco. “Los tipos eran enormes”, recordará después Oscar, que se vio alzado por dos brazos y arrojado “como quién lanza a un gato de la cola” contra una cortina metálica. Lo que vino fue rápido y confuso, y ya no pensó más.

Hubo gritos, patadas, hubo insultos, autos que frenaron a su lado y un aterrizaje al piso del asiento trasero de un auto. No tuvo nada que hacer. Tenía las manos esposadas, la vista vendada con cinta adhesiva y una rodilla presionando su cabeza. Camino a algún lugar de la ciudad, eso era un misterio para él, uno de sus custodios lanzó una pregunta cuya respuesta parecía conocer sobradamente:

-¿Así que trataste de matar al Presidente hueón?

Oscar apenas podía hablar, pero de todas formas, como pudo, se fue de negativa. Dijo que no sabía de qué estaban hablando. Que no tenía nada que ver con eso. Que era cierto que andaba junto al otro chico, pero que no eran terroristas ni mucho menos. Antes de ganarse otro golpe alcanzó a decir que se dirigían a hacer un trabajo de gasfitería.

Los primeros testimonios de escoltas sobrevivientes del atentado a Augusto Pinochet, ocurrido un mes y medio atrás en la cuesta Achupallas del Cajón del Maipo, hablaban de extremistas altos y fornidos, gente preparada en el extranjero y posiblemente extranjeros. Ninguno, hasta donde se sabía, había mencionaba a dos petisos como los que esa mañana habían sido capturados por un equipo de la Brigada Investigadora de Asaltos de la Policía de Investigaciones de Chile y que poco después, atendiendo a su porte, serían bautizados los Enanos.

Las dudas eran razonables. De ahí que uno de los policías a bordo del auto que trasladaba a Oscar se atreviera a comentar en voz baja que tal vez se habían equivocado, que esos dos no parecían terroristas, que en una de esas los verdaderos terroristas, que debían ser grandes y hábiles, probablemente barbones, ya se habían hecho humo.

Fue entonces que vino la comunicación radial entre los dos autos policiales que transportaban a los dos detenidos, y en ese instante, cuando Oscar escuchó que pedían chequear adónde se dirigía Pedro, aquél pensó que librarían. No tenían pruebas contra ellos, o eso creía él, y hasta donde sabía, lo único sospechoso en Oscar era su verdadero nombre: Lenin Fidel Peralta Véliz.

Vecino de La Pincoya como Pedro, en sus veintitrés años nunca antes había sido detenido, ni siquiera en una protesta callejera, y hasta hace poco se ganaba la vida en un taller de artesanías. Es cierto que en el último tiempo no trabajaba en nada estable, pero en esa época eran muchos los que no trabajaban en nada estable. Su amigo sólo tenía que decir que iban a hacer un trabajo al barrio alto, tal como se lo había comentado la noche anterior, omitiendo lo del Parque O’Higgins.

Como pudo, con las manos esposadas, Oscar cruzó los dedos. Y así estaba cuando escuchó el informe radial que enviaban del otro auto.

-El detenido indica que se dirige al Parque O’Higgins. Cambio.

Era todo. Cambio y fuera. Su suerte, y la de su compañero, estaban echadas.

-Así que vai a hacer un trabajo de gasfitería, ¿ah? –escuchó decir Oscar antes de recibir otro golpe y una reprimenda-. Hueón mentiroso.

Han transcurrido veinte años desde entonces y Oscar todavía no entiende por qué Pedro no dijo la verdad. “Si a eso iba él, hasta andaba con su maletín de gásfiter”, recordará. “Todavía me acuerdo que la noche anterior me dijo Chico, prepárate, que mañana nos damos un banquete. Me salió un trabajito”.

Cuando Oscar y Pedro salían de su casa de seguridad en calle Rengifo, la dotación completa de la tercera subcomisaría de la Brigada Investigadora de Asaltos ya había ocupado los camarines del Parque O’Higgins. Emplazados bajo las galerías de la elipse, todos los empleados del lugar, desde el encargado de la guardarropía hasta los del aseo, habían sido suplantados por policías. Y no sólo ellos. Al interior del parque, y en sus alrededores, la mayoría de los que vendían golosinas, leían el diario o trotaban por ahí llevaban bigotes instituciones, recortados y de ángulos rectos, ajustados al reglamento no escrito de la policía civil.

La evidencia no pasó inadvertida para Enzo, de veintisiete años, que ingresó al Parque O’Higgins unos pocos minutos antes de las nueve de las mañana. En su caso, cuando se va desarmado y no existe certeza del peligro, sólo sospechas, mejor es seguir adelante antes que emprender una huida torpe. Por lo demás, ante cualquier cosa, Enzo -que realidad era Víctor Eleodoro Díaz Caro, hijo del ex subsecretario general de Partido Comunista de Chile, Víctor Manuel Díaz López, detenido en mayo de 1976 por la Dirección de Inteligencia Nacional y desaparecido hasta hoy- portaba un carné de identidad a nombre de Luis Felipe Hansen Kaulen, ingeniero civil nacido en Concepción. En ese documento falso sólo dos cosas se correspondían con el verdadero Enzo: la foto y fecha de nacimiento: 29 de diciembre de 1958.

Bolso deportivo en mano ingresó a camarines y se dirigió a guardarropía. Ahí lo atendió un hombre grueso, de pelo crespo y bigotes, que le entregó una ficha y le preguntó cómo iba pagar, ¿escolar o adulto? Adulto, respondió, y en ese momento, cuando el hombre que tenía al frente lanzó una mirada cómplice hacia el fondo del camarín, Enzo confirmó sus sospechas. Estaba en una ratonera, sin ninguna posibilidad de huida, y en ese caso mejor era representar el papel de Luis Felipe. No en vano, tres años atrás había estudiado un semestre de teatro en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile.

Luis Felipe canceló su ficha de guardarropía, dio media vuelta y caminó hacia los percheros. Comenzaba a desabotonarse la camisa cuando sintió el caño frío de un revólver en su cabeza.

-Quédate tranquilo conchatumadre.

Era el hombre del aseo. Con una mano sostenía el arma y con la otra le abrazaba el cuello.

Detrás aparecieron otros policías, entre ellos el crespo de la guardarropía, y lo llevaron esposado a un cuarto lateral. No le preguntaron nada, no era el momento. Le dijeron que siguiera así como estaba, tranquilito, callado. Según el dato que manejaba la policía -y estaba quedando en claro que era un muy buen dato-, esa mañana de miércoles debían llegar cuatro hombres hasta el Parque O’Higgins. Dos de ellos habían sido interceptados en el barrio Recoleta. Un tercero decía ser el ingeniero Luis Felipe Hansen Kaulen. Quien quiera que fuera el cuarto debía seguir la misma rutina del último, entrar a camarines con un bolso y pedir una ficha en guardarropía. Y según esa lógica elemental, al primero que entró le cayeron varios policías encima. A ése lo llevaron con el otro, el falso Luis Felipe, y lo interrogaron primero.

-Tú sabís por qué estai acá, ¿no cierto?

-Sí –dijo, como pudo, temblando sobre las baldosas-. Por no ir a pagar el parte de la semana pasada.

Mientras ese hombre seguía siendo interrogado en el piso, otro que usaba bigotes pero no era policía permanecía afuera, sentado en la galería de la elipse del parque, evaluando lo que ocurría alrededor. Milton, de treinta y dos años, había llegado unos minutos después de las nueve, y frente al inusual ajetreo de esa mañana decidió que lo mejor era estarse quieto, a la espera de la evolución de los acontecimientos. No portaba armas ni una identidad falsa, pero sus antecedentes eran intachables. Y si las cosas se complicaban, siempre estaba la posibilidad, como lo había hecho otras veces, de esgrimir que era un buen tipo, trabajador y patriota, que había cumplido su Servicio Militar Obligatorio en la Armada chilena, lo que era enteramente cierto. Desde 1974, y hasta dos años después, Milton, que en realidad era Arnaldo Hernán Arenas Bejas, fue un ejemplar marino en el puerto de Talcahuano.

Lo de la marina era un buen punto de partida, pero esa mañana en el parque Milton no tuvo oportunidad de contar su historia. Un deportista de bigotes que pasó trotando a su lado se le fue encima, y antes de que pudiera reaccionar, siquiera dar una explicación, ya le habían caído otros dos. Mientras lo cacheaban y esposaban, seguramente le dijeron lo mismo que al otro, que por el momento se quedara tranquilo, calladito, que ya iba a tener tiempo de hablar.

A partir de ese momento, cuando el operativo policial quedaba al descubierto, cuando ya no era necesario seguir fingiendo normalidad, los falsos deportistas dejaron de trotar, los falsos barrenderos botaron sus escobas y los falsos lectores de diario y vendedores de golosinas abandonaron sus falsos puestos. Y como si la elipse del Parque O’Higgins hubiese sido un set de rodaje y un director hubiera gritado ¡Acción!, aparecieron varios autos, los policías subieron junto a los detenidos, echaron un último vistazo, no vaya a ser cosa que quedara alguno descolgado, y se fueron dejando olor a caucho quemado.

El sol comenzaba a encumbrarse sobre Santiago y el parque volvía a su calma habitual, con unos pocos deportistas, deportistas de verdad, que todavía no salían del asombro ante lo que habían visto. Entre ellos estaba el funcionario de Fábricas y Maestranzas del Ejército, FAMAE, –buen deportista y ocasional infractor a las reglas de tránsito- que había sido confundido con uno de los fusileros del atentado a Augusto Pinochet.

Octubre de 1986 fue un mes particularmente caluroso en Santiago. Al día siguiente de la detención de los cuatro fusileros, la capital anotó 33 grados, la segunda temperatura más alta del siglo en ese mes, sólo superado por los 33.3 vividos en 1941. Hacía mucho tiempo también que el clima político y social no se presentaba tan caldeado en Chile.

Un mes y medio atrás, la tarde del domingo 7 de septiembre en la cuesta Las Achupallas del Cajón del Maipo, un comando del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, FPMR, había emboscado la comitiva en que viajaba el general Augusto Pinochet Ugarte. La acción, como se sabe, no cumplió con su objetivo, pero costó la vida de cinco de sus escoltas y dejó gravemente heridos a otros nueve y a dos policías de tránsito.

Del bando agresor no hubo bajas, apenas rasguños, pero unas horas después, en la madrugada del lunes 8 de septiembre, en un país que amanecía bajo toque de queda y Estado de Sitio, tres opositores de izquierda que nada tenían que ver con el atentado fueron asesinados a balazos por funcionarios de la Central Nacional de Informaciones, CNI, la policía política del régimen, en un acto de venganza. Al día siguiente, la CNI se cobró una cuarta víctima y por muy poco suma cinco.

A un mes y medio del atentado, el asesinato de los cuatro opositores, elegidos al azar, era el único resultado concreto que exhibía la policía política de Pinochet. No había duda de que la acción había sido cometida por un comando del FPMR, el aparato militar del Partido Comunista chileno, que había proclamado 1986 como el Año Decisivo para la derrota de la dictadura. Pero hasta esa fecha, pese a los esfuerzos desplegados por los organismos policiales, que competían por congraciarse ante sus superiores, ninguno de los involucrados en la operación -autores, cómplices o encubridores- había caído. La paciencia comenzaba a agotarse con la subida de las temperaturas.

El primer fiscal militar ad hoc a cargo de la investigación, Joaquín Erlbaum, fue relevado abruptamente del cargo a pocas semanas de haber asumido. Su reemplazante fue Fernando Torres Silva, coronel de Ejército con estudios de Derecho y fama de duro. Tenía a su cargo los casos Arsenales y Vicaría, dos de los más emblemáticos de la época, y al asumir el caso Atentado prometió resultados.

El mérito no fue suyo, pero su llegada al caso coincidió con los primeros y más significativos avances.

Según un informe del Departamento de Asesoría Técnica de la policía de Investigaciones, despachado el 24 de octubre de 1986, la pista que permitió las primeras detenciones en el caso arranca de “algunos trozos de huellas dactilares revelados en una botella familiar de Coca Cola”. La botella había sido encontrada en la cocina de la casa del poblado de La Obra, en el Cajón del Maipo, donde se acuarteló el comando del FPMR en los días previos al atentado. Y de acuerdo con el mismo parte policial, las impresiones dactilares correspondían a las de un joven que unos años atrás había sido detenido por Carabineros en una protesta callejera. Su nombre era Juan Moreno Ávila, veinticinco años, soltero, con residencia legal en la población La Pincoya. En ese parte policial se consignará también que Juan Moreno respondía a la chapa de Sacha.

A la fecha en que fue identificado, Sacha no registraba antecedentes policiales ni políticos en Investigaciones. El único y más contundente vínculo con el caso fueron esos tres trozos de huellas, que “correspondían exactamente a las impresiones dactilares de los dedos pulgar, índice y medio derechos de Juan Moreno Ávila”.

Su detención fue trámite de rutina. La tarde del martes 21 de octubre, cuando la policía civil allanó su domicilio en La Pincoya, únicamente encontró a su madre, Sonia Ávila, y a la hija de ésta, Mónica, de doce años. Ambas fueron conducidas al cuartel central de Investigaciones y allá, en cosa de minutos, la policía consiguió que la madre de Juan Moreno dijera lo que necesitaban saber. No conocía la dirección exacta donde estaba viviendo su hijo mayor, pero sabía cómo llegar. Ella misma había arrendado esa casa unas semanas atrás.

Esa misma noche, en vísperas del toque de queda, un contingente de la Brigada Investigadora de Asaltos atrapó a Sacha en una casa del pasaje Ramón Carnicer, comuna de Maipú. No estaba armado ni tuvo tiempo de ofrecer resistencia. Quién sabe qué hubiese ocurrido en caso contrario: al momento en que la policía le calló encima, dormía con Cristina, su polola de veintitrés años, y la hija de ambos, Tatiana Alejandra, de cinco meses. A las dos, igual que a su madre, Sacha volvió a verlas –en rigor escucharlas, porque permaneció gran parte del tiempo con la vista vendada- en el cuartel de General Mackenna.

Las declaraciones de ocho policías que participaron en las detenciones, cuyos testimonios quedaron anexados al proceso judicial, coinciden en que el primer detenido fue Sacha y que los datos entregados por éste permitieron la captura de los otros cuatro. Los ocho policías coinciden también en que los cinco fusileros “reconocieron en forma libre y espontánea su participación en el atentado contra Su Excelencia (…) En ningún momento hubo necesidad de presionar a los detenidos para lograr su confesión”.

La última versión de los policías al fiscal Torres Silva quedó desacreditada en el Informe sobre Prisión Política y Tortura. La madre de Sacha, su polola y su hermana testificaron haber sido apremiadas por separado y expuestas a las torturas del detenido. Sus testimonios fueron validados por la Comisión Valech y figuran entre las 27.153 personas reconocidas como víctimas de prisión política y tortura. Tatiana Moreno no aparece en esa lista. Lo objetivo es que la prensa de la época consigna que la hija de Sacha permaneció cuarenta y ocho horas en el cuartel de Investigaciones.

A su llegada al cuartel policial Sacha fue recibido por Sergio Oviedo Torres, comisario jefe de la Brigada Investigadora de Asaltos. Oviedo pidió que le sacarn la venda y fue al grano.

-Mira hueón, escúchame bien, te voy a decir una sola cosa –soltó Oviedo-: Sabemos quién erí y qué hiciste, así que suelta todo una vez... Te escucho.

Ya lo habían golpeado en el trayecto y a la llegada al cuartel, pero eso no fue nada en relación con lo que ocurrió inmediatamente después de que Sacha se fue de negativa. Se hacía tarde y Oviedo estaba corto de paciencia.

-Ya, éste está puro hueveando –dijo el comisario jefe antes de ordear que volvieran a vendarle la vista-. Llévenselo a Fantasilandia.

En la jerga policial, Fantasilandia era el lugar donde se interrogaba a los detenidos. Estaba ubicado en el subterráneo del cuartel de General Mackenna y el juego preferido era el pau de arara, técnica de tortura brasileña en la que el detenido es sometido a golpes eléctricos con su cuerpo desnudo y colgado de cabeza, mediante una vara que atraviesa pliegues de rodillas y codos.

Sacha ingresó a Fantasilandia pasada la medianoche del martes y, de acuerdo con la relación de los hechos, en unas pocas horas sus captores consiguieron mucho más que en el último mes y medio.

Primero reconoció ser uno de los fusileros del atentado a Pinochet. Y esa misma madrugada, faltando pocas horas para que el resto de sus compañeros se reuniera en el Parque O’Higgins, entregó los datos que permitieron la captura de Oscar, Pedro, Enzo y Milton.

Con instrucción militar en Cuba y experiencia combativa, a la fecha en que fue detenido Sacha era el jefe de los cuatro compañeros a los que entregó. Conocía la dirección de la casa de seguridad donde vivían Oscar y Pedro, vecinos suyos en La Pincoya, y esa mañana en que fueron detenidos los había citado a una jornada de ejercicios físicos en el Parque O’Higinns junto a Enzo y Milton. Los cinco conformaban un grupo especial del Frente.

Esa mañana de miércoles Sacha no vio a sus compañeros en el cuartel de Investigaciones. No los vio pero escuchó sus gritos mientras eran sometidos por separado a sesiones de tortura que se prolongaron hasta la tarde de ese día. Los cuatro terminaron confesando su participación en el atentado a Pinochet y fueron obligados a firmar una declaración extrajudicial en la reconocían su culpabilidad en éste y otros hechos subversivos.

La diligencia, que la prensa calificó de “brillante”, se cerró con una reconstitución de escena en el Cajón del Maipo y las fotos de rigor que fueron dadas a conocer la tarde del jueves, al momento en que el ministro secretario general de Gobierno, Francisco Javier Cuadra, anunció las últimas novedades del caso: Sin disparar un solo tiro, un lujo para la época, la policía había detenidos a cinco de los fusileros del atentado a Pinochet.

Casi un mes después, una vez que el fiscal Torres Silva levantó la incomunicación de los detenidos, los cinco fusileros se vieron por primera vez las caras después de caer detenidos. Era una calurosa tarde de noviembre y Enzo, el antiguo estudiante de teatro, los reunió en una celda de la Cárcel Pública de Santiago. Quería saber cómo habían llegado a ellos. Sus sospechas apuntaban al gásfiter.

-Yo creo que tú nos delataste, chico –dijo Enzo, y antes de que el inculpado alcanzara a reaccionar, Sacha habló:

-No, el chico no tuvo nada que ver. Yo los entregué.

En los códigos internos de la organización, un combatiente debía morir antes que caer detenido. Más todavía si la detención arrastraba a otros compañeros. Sacha había optado por su familia antes que por sus compañeros, con quienes tendría que convivir los siguientes años, condenado a un encierro perpetuo. Había sido débil, lo habían quebrado, y eso, cuando se tiene convicción y tiempo para darle vuelta a los hechos, para arrepentirse y culparse, cuando no hay vuelta atrás, eso, puede ser mucho peor que morir.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Cuarto Trabajo

Restaurante “El Manchado” de Franklin

Tradición matarife

Por la barra de este local han pasado desde el Presidente Jorge Alessandri hasta Enrique Maluenda. Su nombre es en honor a un llamativo lunar que tenía su dueño. Entre mesas de madera y vasos llenos de vino se construyó la historia de un restaurante que atraía a todos los trabajadores del antiguo Mercado Matadero Franklin.

Por Fernando Pérez G

1940. Desde el Mercado Matadero sale un hombre con la ropa ensangrentada, caminando despacio. Son casi la una de la tarde, hora de almuerzo para los trabajadores del Matadero. Camina por la vereda atestada de gente que entra y sale de las carnicerías. Al llegar a la calle “Chiloé”, entra a un local con una fachada de ladrillos y madera barnizada, se acerca a la barra y dice: “Por favor, ¿me aliña bien este pernil y me lo lleva a esa mesa?”

Así era antes el servicio aquí. Los matarifes venían con algún trozo de carne y acá se los preparaban al gusto del consumidor. Hasta la muerte del matadero Franklin, esto caracterizaba al restaurante “El Manchado”. Fundado en 1925 por Edelmira Vergara en honor a su esposo Jerónimo Gaete, por la particular mancha roja en forma de media luna que adornaba su mejilla derecha. “Él era alto, casi un metro noventa, tenía aspecto bonachón. Era una persona con una buena palabra siempre, algún buen comentario que dar. Vivía sonriéndole a todo el mundo” recuerda Juan Hidalgo, empleado del lugar y esposo de una de las nietas de Edelmira. “Ella enviudó con dos hijas a cuestas. Ahí conoció a Don Jerónimo, se enamoraron y se casaron. Lamentablemente, con él que no tuvo descendencia” cuenta Juan. “Él trabajaba acá en el restaurante y doña Edelmira lo acompañaba siempre. Eran muy unidos.”, agrega

Después de 1961, año en que falleció Edelmira, las sonrisas de Jerónimo comenzaron a desaparecer. Lo único que le devolvía el ánimo era pasar todo el día en “El Manchado”, el mayor recuerdo que le dejó su esposa.

Cuando en 1978 muere Jerónimo, el local lo hereda la hija mayor de Edelmira, Elena Flashar. Ella se hizo cargo del local hasta 1985, año en que falleció. Luego de su muerte su hijo Luis Carranza pasó a ser el dueño del local.

“Esto ha cambiado mucho. No es por desmerecer al actual jefe, pero nadie ha podido igualar, en su forma de ser y en administración, a Don Jerónimo” dice Juan. “Esa relación especial que Don Jerónimo tenía con los clientes no se ha vuelto a ver en ninguna otra persona”.

También existen cambios en lo que respecta al servicio. “Hace poco, el restaurante dio un giro al instalar un autoservicio” cuenta Juan. Actualmente a la hora de almuerzo, llegan muchos clientes, en su mayoría empresarios del sector. Vienen, comen y se van. “Eso fue lo que se buscó al instalar el autoservicio, atrapar a clientes más esquivos”, comenta Juan. “Aún así, yo preferiría que vinieran personas con tiempo, para intentar rescatar esas relaciones que se daban antes.”

Campaña presidencial

Cuando Jorge Alessandri Rodríguez, “El León de Tarapacá”, fue candidato presidencial en 1957, uno de sus lugares preferidos para hacer campaña era “El Manchado”, en ese tiempo, sede del llamado “Club Liberal”. Aquí Alessandri hacía largos discursos sobre las mejoras que realizaría para la clase trabajadora si llegaba a La Moneda.

Al año siguiente, cuando ganó las elecciones presidenciales, en “El Manchado” hicieron una gran fiesta para celebrarlo. “Esa noche hubo una pelea entre los partidarios de Alessandri y los opositores. Costó mucho normalizar la situación” recuerda con una sonrisa Oscar Cortés, cliente del restaurante desde hace más de cincuenta años.

“Antes esto era siempre una fiesta. Con trago en todas las mesas. Venía hasta Enrique Maluenda” rememora. “Muchas veces hubo que sacar a los clientes en carretilla” comenta, entre risas.

Para Oscar, las mañanas es el único momento en que se pueden recordar los viejos tiempos. “Entre las 10 y las 12, llegan personas antiguas de por aquí. Piden su traguito, conversan un rato con las cocineras, los meseros o los otros clientes y se van” cuenta. “Es lo único que va quedando de `El Manchado’ original. Fueron años hermosos. Cuando era Don Jerónimo quien, con una sonrisa, venía y te decía: `y usted compadre, ¿qué se va a tomar?’”.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Tercer Trabajo

Eduardo Solís Uribe, ex empleado del Mercado Matadero Franklin
“Con un carretón llevaba los corazones y las cabezas”
En los pasillos del Mercado Matadero Franklin el movimiento y el olor son tan intensos que las personas que vienen a abastecerse de mercadería intentan hacer sus compras rápidamente e irse inmediatamente. Entre este habitual flujo de clientes, carniceros y vagabundos, un viejo pequeño, canoso y casi sin dientes, se pasea llevando una carretilla con restos animales, haciendo una trabajo con el cual conoció de cerca, el ya extinto Matadero Municipal de Santiago.
Por Fernando Pérez G.


Son las 11 00 de la mañana y hay muy poca gente circulando. Sólo algunas mujeres con bolsas en las manos y además, hombres vestidos haraposamente. El ambiente huele a carne y sangre. Al lado de una carnicería se abre una reja que conduce a un pasillo oscuro y angosto. De a poco, lentamente, aparece un anciano gibado, acarreando una carretilla con los restos de lo que alguna vez fue un animal. Por la característica nariz que tiene la cabeza se deduce que era un cerdo. Es lo único que se puede reconocer entre los huesos ensangrentados y las extremidades despellejadas que se apilan en la carreta. El anciano se detiene un momento, saluda a un hombre situado detrás del mostrador de una de las tantas carnicerías que existen en el antiguo Mercado Matadero Franklin.

Eduardo Solís Úbeda (80), “El Rucio” como le dicen en el mercado (antes tenía el pelo rubio/anaranjado), y es una de las pocas personas que trabajaron en el antiguo Matadero Municipal de Santiago, que fue por muchos años el lugar más característico del tradicional barrio Franklin. Sólo unas pocas personas recuerdan que, antes de los actuales “persas” de ropa, artículos tecnológicos y muebles, lo que movía a estas calles eran las matanzas de animales y el lucrativo negocio de la carne.

Lo que dice la historia
A mitad de Siglo XIX, Santiago era una ciudad con un crecimiento dinámico y acelerado. Las nuevas y periféricas calles de la capital se iban convirtiendo en barrios residenciales y así se utilizaban los más cercanos al centro como barrios comerciales y administrativos.

Es en este contexto que en 1847 se construye el ya inexistente Matadero Municipal de Santiago, al cual se le atribuye el verdadero nacimiento del conocido y popular barrio Franklin. En 1973, y luego de una serie de proyectos para mejorar la calidad y la sanidad de la industria agropecuaria, el lugar fue cerrado y reemplazado por el Matadero “Lo Valledor”. Desde entonces, nada volvió a ser lo mismo para el barrio. Ni para Don Eduardo.

“El Rucio”, se refiere a ese pasado con nostalgia, ya que se ha estado prácticamente toda su vida en este lugar (comenzó a los 12 años), y hace notar el cambio que sufrió el ambiente y la cantidad de compradores cuándo acabó el matadero. –Antiguamente, los tiempos eran distintos, mejores que ahora. Antes, a las cinco de la mañana andaba gente que con un canasto, canasteros le llamaban, que salían a vender guatas y una pila de cuestiones. A las cinco de la mañana ya había público aquí. Y ahora apenas a las siete–.

Recuerdos de matanzas
El Rucio nunca fue matarife, ya que siempre hizo lo mismo con lo que hoy sobrevive: cargando los desechos y la basura de los locales y a veces, haciendo fletes entre carnicerías. –Al principio acarreaba agua y con un barril mojaba un saco que se les ponía a las pilastras en donde estaban las verduras, para que amanecieran frescas al otro día–.

Fue en el año 1945 cuando Eduardo llegó al matadero. –Andaba con un carretón de mano llevando sus productos, le exigían a uno el carretón enlatado, y me pasaban las panas, los corazones, las pajarillas para traerlas al matadero–.

Ahora, le debe su supervivencia a las relaciones hechas durante su juventud. –Cuando esto se quemó hicieron todo lo nuevo –cuenta–, pero, yo tenía contacto con los dueños, igual que ahora que les saco los huesos y todo, así ellos me dan monedas–.

Desde entonces todos sus días los dedicó al matadero y, actualmente, a las carnicerías que necesitan de sus servicios.

En los años en que Eduardo trabajaba para el matadero, los alrededores estaban llenos de restaurantes, “quintas de recreo” y prostíbulos, en los que El Rucio y sus colegas acarreadores salían a divertirse.

En una entrevista publicada en un diario, Eduardo dijo: –Éramos como quince acarreadores de subproductos y ahí con algunos íbamos a chacotear. Salían cuestiones de carne, mandábamos a hacer el asado y las pichangas, y harta tomatera –relató.

Ahora, al vigoroso anciano sólo le queda su carretilla y los recuerdos de un pasado glorioso. El cree que seguirá aquí hasta que se muera. En aquella misma entrevista, contó: –Todos mis amigos de acá se han muerto. Gente antigua queda muy poca. Yo empecé con tatarabuelos y abuelos de personas que hoy día están aquí. Yo aquí sigo igual, hasta que dé el cuero nomás, hasta que El Caballero me diga vamos–.

En pocos días más “El Rucio” estará de cumpleaños de trabajo. –Voy a cumplir el 2 de octubre 68 años aquí –dice, demostrando una memoria envidiable–. A lo mejor, llego al centenario –aventura, entre carcajadas.

Sin dejar de caminar, Eduardo se pierde entre la gente, en uno de los tantos corredores que conoce desde pequeño, empujando al igual que en su niñez, una carreta llena de desperdicios.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Segundo Trabajo

El cambiazo y cds sin contenido
Nuevas formas de estafa y robo son estrenadas en barrio Franklin
Durante los fines de semana y festivos, los persas se llenan de vendedores ambulantes y lanzas que, además de estafar con sus productos de mala calidad, han aprendido las técnicas delictuales de sus colegas del centro de la capital.
Por Fernando Pérez G.


Es sábado por la mañana. Dos hombres venden cámaras fotográficas, exhibiéndolas en un mantel y en el suelo. Un transeúnte se interesa por su producto y le conversa. En cinco minutos, se sella la compra con unos cuantos billetes de 10 mil pesos. El vendedor ambulante aprovecha un momento de distracción del comprador y, ayudándose de su acompañante, cambia la caja con el producto por otra caja vacía. Es esa la que se llevará el estafado. Cuando éste se ha alejado un poco, los hombres de las cámaras guardan todo y corren en dirección desconocida. Para cuando el cliente se da cuenta de todo, los timadores están ya perdidos entre la muchedumbre del persa Bío Bío.


Poco más allá, un hombre con una bolsa se pasea, intranquilo, entre las veredas de la calle Placer. Acaba de pasar una patrulla policial. Levanta la cabeza y mira rápidamente hacia ambas partes de la vía. Cuando se cerciora que ningún carabinero anda por el lugar, saca de la bolsa un mantel rojo y varias carátulas de películas. Las ordena lo más rápido que puede y comienza a ofrecer los DVDs piratas.


Nuevas técnicas para un viejo problema
Escenas como éstas se ven todos los de fin de semana en las calles del barrio Franklin, cuando hay más afluencia de público y, por lo tanto, más cantidad de potenciales estafados. Además, la el gran flujo de personas hace difícil que carabineros actúe en contra de estos delitos. “El problema es que, como se implementan planes de seguridad en el centro, los delincuentes que antes andaban por allá, se vienen a lugares más periféricos a cometer sus delitos” dice el presidente de la Junta de Vecinos Nº 7 del Barrio Franklin, Jorge Cortés. “Acá les enseñan a otros y así se ‘educan`. Ahora usan el ‘cambiazo` y venden CDs o DVDs sin contenido”.


Según Cortés, esta nueva tendencia comenzó a principios de año y les ha ocasionado muchos problemas a los comerciantes y a los habitantes del sector. Les crea mala fama y afecta el comercio. “Hace poco inauguraron nuevos recorridos del Transantiago, con ellos se espera que lleguen las personas que habían dejado de venir a los persas pero, ¿van a venir a un lugar lleno de delincuentes? –dice.


Para este hombre, que lleva 10 meses en el cargo de presidente pero 5 años como parte de la junta de vecinos, el problema se da porque no hay fiscalización. ”Acá hace falta que haya una verdadera organización por parte de carabineros y autoridades –cree. En este momento, el persa es tierra de nadie. Cualquier persona puede venir y ponerse a vender productos falsos y de mala calidad”.


Aumento de robos
Los ladrones también han aumentado, y tienen una suerte de alianza con los vendedores ambulantes. Lo que roben, sea una radio, celulares, chapas, aros; luego es vendido en el comercio ambulante por bajos precios. Estos también tienen nuevas técnicas, que en la mayoría, se asemejan a las usadas por los lanzas en el centro: se pasean durante un rato, escogen su víctima (de preferencia, mujeres) y luego actúan, jalándoles los collares y los demás accesorios.


Otro ejemplo son los autos. Los clientes los dejan estacionados a ambos lados de las calles y también en pasajes. La gran cantidad de vehículos que llegan los fines de semana, son una tentación para estos ladrones, que se contentan con una radio nueva, alguna llanta o por último, la insignia del coche.


Para Cortés una solución es instalar dos subcomisarías que estén dentro del área de los persas y que tengan una buena cantidad de carabineros en servicio. “Para el día del clásico Colo-Colo versus Universidad de Chile, carabineros desplegó un gran operativo con una inmensa cantidad de uniformados –se queja. Podrían hacer acá lo mismo pero en menor escala”, se queja.


Esto sería sólo el comienzo de un plan anti-delincuencia que contemplaría una organización más compenetrada de las juntas de vecinos con la asociación de comerciantes del barrio Franklin. “Estoy seguro que con estas medidas, se reducirían los índices de delincuencia y los persas serían, nuevamente, una opción de compra segura para las personas” dice Cortés.

Primer Trabajo

Barrio Franklin y Persa Bio Bio

Céntrico mall popular

Los fines de semana, desde temprano, las calles Placer, Bío Bío, Franklin, entre otras, se llenan de gente. Una gran variedad de tiendas reciben a los visitantes, algunos artistas callejeros las entretienen y unos pocos ladrones, les roban. Sin embargo, el lugar es un conocido mercado popular de creciente demanda.

Al bajarse en la estación de metro “Franklin”, los visitantes del popular “Persa Bio Bio”, en la comuna de Santiago, escuchan como recibimiento, voces ofreciendo productos artesanales, hombres hincados estirando un mantel en el suelo y un “ilusionista” que incita a las personas a apostarle al tradicional juego “Pepito paga doble”. Es domingo y la plaza parece desierta si no fuera por dos hombres sentados en una de las bancas de lugar y algunos perros. Pero al mirar más allá del área verde, una colorida calle les da la bienvenida a los visitantes.

Las tiendas de variedades

El ruido de los automóviles se entremezcla con los gritos de vendedores y compradores. Es común ver a familias entrando a los galpones, para luego perderla de vista en el laberinto que es este lugar. Los que primero caen en la tentación del consumismo son los jóvenes. En las tiendas dedicadas a ellos suenan canciones populares: reggaeton, cumbia, rock y salsas. Como es invierno y hace frío, en las improvisadas “vitrinas”, se exhiben chalecos, polerones, chaquetas y parkas. La mayoría con una buena imitación bordada de alguna marca de renombre. Entre “Adio”, “Adidas”, “Nike”, “Vanks” y “Puma” se esconden prendas más simples, esas que son del gusto de jóvenes extravagantes: Metaleros, otakus, visuals y raperos caminan buscando algo que les pueda dar “estilo” y así marcar diferencia.

Con estas tiendas conviven locales de videojuegos, electrónica, autos, accesorios y de comida, ofreciendo servicios y productos con una diferencia en el precio de casi el 30% comparado con los que se ven en el comercio “tradicional”.

Predicadores y artistas

En la calle principal, en la vereda y en las esquinas, se instalan diferentes carritos de comida rápida. Sus clientes, son los propios comerciantes del lugar. Cada una o dos cuadras se encuentra a algún artista callejero: guitarristas, flautistas y cantantes. Sentado en un banquito, un hombre mayor, ciego, toca la flauta sin dejar de mover los pies, donde tiene una cajita para las contribuciones.

Unos pasos más allá, el bajísimo y tranquilizador sonido del instrumento, termina por sucumbir frente a la aplastante voz de un predicador. Hacía cinco minutos había estado tocando la guitarra con un grupo y cantando canciones religiosas. Ahora en cambio, toma un micrófono, alza su voz al cielo y mira a los transeúntes para decirles que “los jóvenes hoy en día no saben lo que hacen, le están entregando la vida al derrotado demonio”. La gente que pasa, lo mira, se ríe y sigue su camino.

El robo y la violencia

Existe un área, que si no fuera por algunos negocios aislados, sería completamente residencial. En las casas se asoman personas mayores, algunas por las ventanas y otras por la puerta. La calle sirve de estacionamiento por sus dos costados, dejando muy poco espacio a la circulación de vehículos.

La señora Felicia (63) tiene una mirada tierna, esa que es característica de las abuelitas regalonas. Es una mujer a la que el trabajo duro le ha pasado la cuenta: camina casi arrastrando los pies, con un pañuelo en la mano y un banano atado a la cintura. Trabaja hace 15 años en este lugar estacionando autos, y cuenta que los robos aquí, son algo habitual: “Los días de persa, que es cuando hay más movimiento, casi siempre intentan robar algún auto o a la gente”. -Los dueños de los autos robados vienen y se enojan con nosotros. Creen que estamos aquí para evitar que les roben y lo único que podemos hacer es avisarle a algún carabinero- comenta.

Un poco más allá, en una botillería que hace pocos minutos estaba llena de hombres, se escuchan garabatos. De pronto, salen dos personas con botellas de cerveza en las manos y antes de cruzar la calle, uno de ellos rompe una de las botellas en el suelo, soltando garabatos quizás a quién. Nadie se inmuta. Pareciera que estas situaciones en el Barrio Franklin son pan de cada día.

Sólo trabajos

Comienzo este blog con trabajos que he hecho para el ramo "Taller de Reporteo".
Ojalá sean leídos y me puedan poner sus comentarios.
Gracias