Se han escrito muchos libros sobre este atentado. Entonces, ¿cuál es su particularidad? Que reconstruye las historias en torno a estos 21 guerrilleros y las posteriores consecuencias de su fallido accionar. Con una atrapante narrativa periodística, Peña logra darle forma a un relato que no deja lugar a especulaciones. Cada dato aporta toques de vericidad, de realismo. Se nota que la gran investigación que realizó el autor no fue en vano.
El libro es una excelente opción para los que gustan del buen periodismo investigativo. A continuación, el primer capítulo del libro. Uno de los pocos que pueden ser publicados. Si quieren más, compren el original. Vale la pena.
Capítulo UNO
Esa mañana de miércoles, apenas asomó la nariz fuera de la casa, Oscar sintió algo extraño. Una quietud, un desasosiego inhabitual para una hora en que la gente apura el paso al trabajo o a la escuela. Percibió algo que pudo tener fundamentos reales o bien ser un presentimiento, esas cosas que no se explican hasta que ocurren, pero el hecho es que sospechó y no hizo nada. Más bien nada que llamara la atención. Lo peor que se puede hacer en su caso cuando se está en situaciones como ésas es titubear, demorar una decisión, echar pie atrás. Aunque tampoco era mucho lo que podía hacer más que lo que hizo. Ya tenía los pies en la calle cuando atinó a decirle al que tenía a su lado:
-Chico, mejor ándate tú primero, yo me voy detracito, por si acaso.
Oscar, que también es chico, tanto como el otro, esperó a que Pedro le sacara una ventaja de nueve, doce metros, y cuando creyó que ya estaba a una distancia razonablemente casual como para no despertar sospechas, despejando cualquier posibilidad de que alguien llegara a pensar que andaban juntos, cerró la puerta de la casa y se echó a andar detrás del otro.
Era cerca de las ocho y cuarto de la mañana cuando comenzaron a marchar por Rengifo, un callejón de la comuna de Recoleta que nace al pie del Parque Cerro Blanco, en ese entonces un peladero de tierra, piedras y maleza; bordea los patios traseros del Hospital Psiquiátrico y no termina de progresar cuando choca con calle Olivos, que conecta las avenidas Recoleta y
Por ese callejón, y probablemente sorteando esos mismos hoyos que hoy se ven ahí, iban Oscar y Pedro antes de girar al oriente por Olivos y enfilar hacia el paradero de Recoleta. De lejos no era fácil saber quién era quién. Ambos, ya está dicho, eran pequeños, pequeños y delgados como jinetes de la hípica, y cada uno cargaba un bolso deportivo. El de Pedro, eso sí, era muchísimo más pesado que el del otro.
Criado en la población
Justamente esa mañana, después del trote matinal programado en el Parque O’Higgins de Santiago al que nunca llegaría, estaba comprometido para un trabajo de plomería al que tampoco llegaría. Es más, ni siquiera llegaría a la otra esquina.
Fue una acción fugaz, intempestiva. Un segundo iba caminando tranquilamente por la vereda y al otro salía de foco. Como si hubiese sido succionado por una fuerza centrífuga, Pedro fue tomado por un par de brazos e introducido de súbito a un garaje de calle Olivos. No hubo gritos ni forcejeos, y Oscar, que iba detrás, no pudo más que hacerse el desentendido y seguir caminando, al mismo tranco, por la misma vereda, como si nunca hubiese visto lo que vio. Al pasar por el lugar donde se suponía que Jorge había desaparecido, una oscura entrada de garaje, no se atrevió ni a mirar de reojo. El depredador que había esperado pacientemente hasta dar caza podía no haberse fijado en la presa que iba detrás. Era una posibilidad, y sin tiempo para darle vueltas al asunto, decidió jugársela y alcanzar la esquina.
No sólo pasó ese garaje, sino que pudo avanzar varios metros, alcanzar Recoleta y encaminarse al paradero de micros. Tuvo tiempo para botar aire y pensar qué hacer, si dirigirse directamente al Parque O’Higgins y alertar a los otros de las novedades o chequear si era seguido. Tal vez las dos cosas. Estaba en eso, si sí o si no, cuando detrás de un quiosco dos hombres le cayeron encima. Decir grandes es poco. “Los tipos eran enormes”, recordará después Oscar, que se vio alzado por dos brazos y arrojado “como quién lanza a un gato de la cola” contra una cortina metálica. Lo que vino fue rápido y confuso, y ya no pensó más.
Hubo gritos, patadas, hubo insultos, autos que frenaron a su lado y un aterrizaje al piso del asiento trasero de un auto. No tuvo nada que hacer. Tenía las manos esposadas, la vista vendada con cinta adhesiva y una rodilla presionando su cabeza. Camino a algún lugar de la ciudad, eso era un misterio para él, uno de sus custodios lanzó una pregunta cuya respuesta parecía conocer sobradamente:
-¿Así que trataste de matar al Presidente hueón?
Oscar apenas podía hablar, pero de todas formas, como pudo, se fue de negativa. Dijo que no sabía de qué estaban hablando. Que no tenía nada que ver con eso. Que era cierto que andaba junto al otro chico, pero que no eran terroristas ni mucho menos. Antes de ganarse otro golpe alcanzó a decir que se dirigían a hacer un trabajo de gasfitería.
Los primeros testimonios de escoltas sobrevivientes del atentado a Augusto Pinochet, ocurrido un mes y medio atrás en la cuesta Achupallas del Cajón del Maipo, hablaban de extremistas altos y fornidos, gente preparada en el extranjero y posiblemente extranjeros. Ninguno, hasta donde se sabía, había mencionaba a dos petisos como los que esa mañana habían sido capturados por un equipo de
Las dudas eran razonables. De ahí que uno de los policías a bordo del auto que trasladaba a Oscar se atreviera a comentar en voz baja que tal vez se habían equivocado, que esos dos no parecían terroristas, que en una de esas los verdaderos terroristas, que debían ser grandes y hábiles, probablemente barbones, ya se habían hecho humo.
Fue entonces que vino la comunicación radial entre los dos autos policiales que transportaban a los dos detenidos, y en ese instante, cuando Oscar escuchó que pedían chequear adónde se dirigía Pedro, aquél pensó que librarían. No tenían pruebas contra ellos, o eso creía él, y hasta donde sabía, lo único sospechoso en Oscar era su verdadero nombre: Lenin Fidel Peralta Véliz.
Vecino de
Como pudo, con las manos esposadas, Oscar cruzó los dedos. Y así estaba cuando escuchó el informe radial que enviaban del otro auto.
-El detenido indica que se dirige al Parque O’Higgins. Cambio.
Era todo. Cambio y fuera. Su suerte, y la de su compañero, estaban echadas.
-Así que vai a hacer un trabajo de gasfitería, ¿ah? –escuchó decir Oscar antes de recibir otro golpe y una reprimenda-. Hueón mentiroso.
Han transcurrido veinte años desde entonces y Oscar todavía no entiende por qué Pedro no dijo la verdad. “Si a eso iba él, hasta andaba con su maletín de gásfiter”, recordará. “Todavía me acuerdo que la noche anterior me dijo Chico, prepárate, que mañana nos damos un banquete. Me salió un trabajito”.
Cuando Oscar y Pedro salían de su casa de seguridad en calle Rengifo, la dotación completa de la tercera subcomisaría de
La evidencia no pasó inadvertida para Enzo, de veintisiete años, que ingresó al Parque O’Higgins unos pocos minutos antes de las nueve de las mañana. En su caso, cuando se va desarmado y no existe certeza del peligro, sólo sospechas, mejor es seguir adelante antes que emprender una huida torpe. Por lo demás, ante cualquier cosa, Enzo -que realidad era Víctor Eleodoro Díaz Caro, hijo del ex subsecretario general de Partido Comunista de Chile, Víctor Manuel Díaz López, detenido en mayo de 1976 por
Bolso deportivo en mano ingresó a camarines y se dirigió a guardarropía. Ahí lo atendió un hombre grueso, de pelo crespo y bigotes, que le entregó una ficha y le preguntó cómo iba pagar, ¿escolar o adulto? Adulto, respondió, y en ese momento, cuando el hombre que tenía al frente lanzó una mirada cómplice hacia el fondo del camarín, Enzo confirmó sus sospechas. Estaba en una ratonera, sin ninguna posibilidad de huida, y en ese caso mejor era representar el papel de Luis Felipe. No en vano, tres años atrás había estudiado un semestre de teatro en
Luis Felipe canceló su ficha de guardarropía, dio media vuelta y caminó hacia los percheros. Comenzaba a desabotonarse la camisa cuando sintió el caño frío de un revólver en su cabeza.
-Quédate tranquilo conchatumadre.
Era el hombre del aseo. Con una mano sostenía el arma y con la otra le abrazaba el cuello.
Detrás aparecieron otros policías, entre ellos el crespo de la guardarropía, y lo llevaron esposado a un cuarto lateral. No le preguntaron nada, no era el momento. Le dijeron que siguiera así como estaba, tranquilito, callado. Según el dato que manejaba la policía -y estaba quedando en claro que era un muy buen dato-, esa mañana de miércoles debían llegar cuatro hombres hasta el Parque O’Higgins. Dos de ellos habían sido interceptados en el barrio Recoleta. Un tercero decía ser el ingeniero Luis Felipe Hansen Kaulen. Quien quiera que fuera el cuarto debía seguir la misma rutina del último, entrar a camarines con un bolso y pedir una ficha en guardarropía. Y según esa lógica elemental, al primero que entró le cayeron varios policías encima. A ése lo llevaron con el otro, el falso Luis Felipe, y lo interrogaron primero.
-Tú sabís por qué estai acá, ¿no cierto?
-Sí –dijo, como pudo, temblando sobre las baldosas-. Por no ir a pagar el parte de la semana pasada.
Mientras ese hombre seguía siendo interrogado en el piso, otro que usaba bigotes pero no era policía permanecía afuera, sentado en la galería de la elipse del parque, evaluando lo que ocurría alrededor. Milton, de treinta y dos años, había llegado unos minutos después de las nueve, y frente al inusual ajetreo de esa mañana decidió que lo mejor era estarse quieto, a la espera de la evolución de los acontecimientos. No portaba armas ni una identidad falsa, pero sus antecedentes eran intachables. Y si las cosas se complicaban, siempre estaba la posibilidad, como lo había hecho otras veces, de esgrimir que era un buen tipo, trabajador y patriota, que había cumplido su Servicio Militar Obligatorio en
Lo de la marina era un buen punto de partida, pero esa mañana en el parque Milton no tuvo oportunidad de contar su historia. Un deportista de bigotes que pasó trotando a su lado se le fue encima, y antes de que pudiera reaccionar, siquiera dar una explicación, ya le habían caído otros dos. Mientras lo cacheaban y esposaban, seguramente le dijeron lo mismo que al otro, que por el momento se quedara tranquilo, calladito, que ya iba a tener tiempo de hablar.
A partir de ese momento, cuando el operativo policial quedaba al descubierto, cuando ya no era necesario seguir fingiendo normalidad, los falsos deportistas dejaron de trotar, los falsos barrenderos botaron sus escobas y los falsos lectores de diario y vendedores de golosinas abandonaron sus falsos puestos. Y como si la elipse del Parque O’Higgins hubiese sido un set de rodaje y un director hubiera gritado ¡Acción!, aparecieron varios autos, los policías subieron junto a los detenidos, echaron un último vistazo, no vaya a ser cosa que quedara alguno descolgado, y se fueron dejando olor a caucho quemado.
El sol comenzaba a encumbrarse sobre Santiago y el parque volvía a su calma habitual, con unos pocos deportistas, deportistas de verdad, que todavía no salían del asombro ante lo que habían visto. Entre ellos estaba el funcionario de Fábricas y Maestranzas del Ejército, FAMAE, –buen deportista y ocasional infractor a las reglas de tránsito- que había sido confundido con uno de los fusileros del atentado a Augusto Pinochet.
Octubre de 1986 fue un mes particularmente caluroso en Santiago. Al día siguiente de la detención de los cuatro fusileros, la capital anotó 33 grados, la segunda temperatura más alta del siglo en ese mes, sólo superado por los 33.3 vividos en 1941. Hacía mucho tiempo también que el clima político y social no se presentaba tan caldeado en Chile.
Un mes y medio atrás, la tarde del domingo 7 de septiembre en la cuesta Las Achupallas del Cajón del Maipo, un comando del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, FPMR, había emboscado la comitiva en que viajaba el general Augusto Pinochet Ugarte. La acción, como se sabe, no cumplió con su objetivo, pero costó la vida de cinco de sus escoltas y dejó gravemente heridos a otros nueve y a dos policías de tránsito.
Del bando agresor no hubo bajas, apenas rasguños, pero unas horas después, en la madrugada del lunes 8 de septiembre, en un país que amanecía bajo toque de queda y Estado de Sitio, tres opositores de izquierda que nada tenían que ver con el atentado fueron asesinados a balazos por funcionarios de
A un mes y medio del atentado, el asesinato de los cuatro opositores, elegidos al azar, era el único resultado concreto que exhibía la policía política de Pinochet. No había duda de que la acción había sido cometida por un comando del FPMR, el aparato militar del Partido Comunista chileno, que había proclamado 1986 como el Año Decisivo para la derrota de la dictadura. Pero hasta esa fecha, pese a los esfuerzos desplegados por los organismos policiales, que competían por congraciarse ante sus superiores, ninguno de los involucrados en la operación -autores, cómplices o encubridores- había caído. La paciencia comenzaba a agotarse con la subida de las temperaturas.
El primer fiscal militar ad hoc a cargo de la investigación, Joaquín Erlbaum, fue relevado abruptamente del cargo a pocas semanas de haber asumido. Su reemplazante fue Fernando Torres Silva, coronel de Ejército con estudios de Derecho y fama de duro. Tenía a su cargo los casos Arsenales y Vicaría, dos de los más emblemáticos de la época, y al asumir el caso Atentado prometió resultados.
El mérito no fue suyo, pero su llegada al caso coincidió con los primeros y más significativos avances.
Según un informe del Departamento de Asesoría Técnica de la policía de Investigaciones, despachado el 24 de octubre de 1986, la pista que permitió las primeras detenciones en el caso arranca de “algunos trozos de huellas dactilares revelados en una botella familiar de Coca Cola”. La botella había sido encontrada en la cocina de la casa del poblado de
A la fecha en que fue identificado, Sacha no registraba antecedentes policiales ni políticos en Investigaciones. El único y más contundente vínculo con el caso fueron esos tres trozos de huellas, que “correspondían exactamente a las impresiones dactilares de los dedos pulgar, índice y medio derechos de Juan Moreno Ávila”.
Su detención fue trámite de rutina. La tarde del martes 21 de octubre, cuando la policía civil allanó su domicilio en
Esa misma noche, en vísperas del toque de queda, un contingente de
Las declaraciones de ocho policías que participaron en las detenciones, cuyos testimonios quedaron anexados al proceso judicial, coinciden en que el primer detenido fue Sacha y que los datos entregados por éste permitieron la captura de los otros cuatro. Los ocho policías coinciden también en que los cinco fusileros “reconocieron en forma libre y espontánea su participación en el atentado contra Su Excelencia (…) En ningún momento hubo necesidad de presionar a los detenidos para lograr su confesión”.
La última versión de los policías al fiscal Torres Silva quedó desacreditada en el Informe sobre Prisión Política y Tortura. La madre de Sacha, su polola y su hermana testificaron haber sido apremiadas por separado y expuestas a las torturas del detenido. Sus testimonios fueron validados por
A su llegada al cuartel policial Sacha fue recibido por Sergio Oviedo Torres, comisario jefe de
-Mira hueón, escúchame bien, te voy a decir una sola cosa –soltó Oviedo-: Sabemos quién erí y qué hiciste, así que suelta todo una vez... Te escucho.
Ya lo habían golpeado en el trayecto y a la llegada al cuartel, pero eso no fue nada en relación con lo que ocurrió inmediatamente después de que Sacha se fue de negativa. Se hacía tarde y Oviedo estaba corto de paciencia.
-Ya, éste está puro hueveando –dijo el comisario jefe antes de ordear que volvieran a vendarle la vista-. Llévenselo a Fantasilandia.
En la jerga policial, Fantasilandia era el lugar donde se interrogaba a los detenidos. Estaba ubicado en el subterráneo del cuartel de General Mackenna y el juego preferido era el pau de arara, técnica de tortura brasileña en la que el detenido es sometido a golpes eléctricos con su cuerpo desnudo y colgado de cabeza, mediante una vara que atraviesa pliegues de rodillas y codos.
Sacha ingresó a Fantasilandia pasada la medianoche del martes y, de acuerdo con la relación de los hechos, en unas pocas horas sus captores consiguieron mucho más que en el último mes y medio.
Primero reconoció ser uno de los fusileros del atentado a Pinochet. Y esa misma madrugada, faltando pocas horas para que el resto de sus compañeros se reuniera en el Parque O’Higgins, entregó los datos que permitieron la captura de Oscar, Pedro, Enzo y Milton.
Con instrucción militar en Cuba y experiencia combativa, a la fecha en que fue detenido Sacha era el jefe de los cuatro compañeros a los que entregó. Conocía la dirección de la casa de seguridad donde vivían Oscar y Pedro, vecinos suyos en
Esa mañana de miércoles Sacha no vio a sus compañeros en el cuartel de Investigaciones. No los vio pero escuchó sus gritos mientras eran sometidos por separado a sesiones de tortura que se prolongaron hasta la tarde de ese día. Los cuatro terminaron confesando su participación en el atentado a Pinochet y fueron obligados a firmar una declaración extrajudicial en la reconocían su culpabilidad en éste y otros hechos subversivos.
La diligencia, que la prensa calificó de “brillante”, se cerró con una reconstitución de escena en el Cajón del Maipo y las fotos de rigor que fueron dadas a conocer la tarde del jueves, al momento en que el ministro secretario general de Gobierno, Francisco Javier Cuadra, anunció las últimas novedades del caso: Sin disparar un solo tiro, un lujo para la época, la policía había detenidos a cinco de los fusileros del atentado a Pinochet.
Casi un mes después, una vez que el fiscal Torres Silva levantó la incomunicación de los detenidos, los cinco fusileros se vieron por primera vez las caras después de caer detenidos. Era una calurosa tarde de noviembre y Enzo, el antiguo estudiante de teatro, los reunió en una celda de
-Yo creo que tú nos delataste, chico –dijo Enzo, y antes de que el inculpado alcanzara a reaccionar, Sacha habló:
-No, el chico no tuvo nada que ver. Yo los entregué.
En los códigos internos de la organización, un combatiente debía morir antes que caer detenido. Más todavía si la detención arrastraba a otros compañeros. Sacha había optado por su familia antes que por sus compañeros, con quienes tendría que convivir los siguientes años, condenado a un encierro perpetuo. Había sido débil, lo habían quebrado, y eso, cuando se tiene convicción y tiempo para darle vuelta a los hechos, para arrepentirse y culparse, cuando no hay vuelta atrás, eso, puede ser mucho peor que morir.